martes, 28 de enero de 2014

HABLA EL TIRANO, FRANCISCO CONCEDE

En el vídeo consignado a continuación, tomado de un discurso pronunciado por Obama hace cinco años, estremece constatar la vigencia de la más cruda doctrina laicista, de separación neta entre el Estado y la religión, con la inevitable y consiguiente elevación de la vida civil a una instancia absoluta, autorreferencial, hierática. No podría ser de otro modo, ni son novedosas las premisas. Lo que salta a la vista es el tono casi conminatorio con el que se expresan estas cosas, como anticipando a quienes entienden fundar las realidades terrenas en un principio trascendente, que no tendrán lugar en el consorcio de los hombres.





Consta, entre otros roznidos que no ahorran sarcasmos y difamaciones gratuitas para con la religión y los "peligros del sectarismo" de ella supuestamente dimanados, que
la democracia demanda que los que se hallan religiosamente motivados traduzcan sus preocupaciones en valores universales más que en valores religiosos específicos (...) Se requiere que sus propuestas sean sujeto de argumentaciones y susceptibles al razonamiento
afirmando esa tan engañosa como ajada oposición entre fe y razón, e identificando fe con fideísmo. Ésta fue, en opinión de muchos eminentes maestros -entre los cuales Pieper- la enfermedad que, en el otoño medieval, impulsó la antítesis creciente entre el poder espiritual y el temporal, proyectándose luego -y extenuando sus consignas- en la época moderna.

Dice luego, y nótense el cinismo y la paradoja, que
en una sociedad plural no tenemos elección
y, una vez entendida la vida política como un «arte de lo posible» sujeto a múltiples compromisos, arguye por contraste que
en un nivel fundamental, la religión no permite el compromiso, es el arte de lo imposible.
Finalmente, y con el afán de exponer con franqueza la inspiración más crudamente empirista de su programa, concluye (en palabras que admiten significados acaso por él mismo insospechados) que
nosotros no escuchamos lo que Abraham escucha, no vemos lo que Abraham ve. Entonces lo menos que podemos hacer es actuar conforme a las cosas que todos podemos ver y todos podemos escuchar.
Éste es el mismo sujeto que, encarnando la más alta potestad política de este zarandeado mundo, no dejó de expresar sus parabienes tras la elección de Bergoglio al papado, e hizo recientemente público su deseo -bien pronto concedido- de obtener una audiencia con el pontífice, tal como lo comentamos en una entrada anterior. Pontífice que no habla tan claro, que no apura definiciones tan inequívocas, pero que fluctúa en dudas y semidicciones que no hacen sino fortalecer el más enconado discurso laicista, cediéndole gustoso la preeminencia. Recordamos a este respecto aquella entrevista en la que, un poco al modo de los saduceos que tentaron al Señor con el problema de la mujer casada sucesivamente con siete hermanos, Francisco trajo a cuento a aquella mujer «que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto», y que «se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana», rematando el argumento con la hiriente y nunca resuelta pregunta: «¿qué hace el confesor?». Así otra multitud de veces, en las que el Romano Obispo parece encarecer las vacilaciones al par que desacredita todas las certezas, según locuela ya por todos conocida. Bien hizo Antonio Socci en recordar el pasaje de un sermón del Aquinate, en el que éste afirma que «son éstos los falsos profetas, o falsos doctores, pues proponer una duda y no resolverla equivale a concederla» (sermón Attendite a falsis prophetis).

En la conspiración común de las dos espadas al servicio de la Verdad se cifra la gloria de los siglos medios. En las desavenencias crecientes entre ambas se desenvuelve la declinante modernidad. De la nueva reunión de entrambas, pero esta vez al amparo de un principio secularista, ¿qué otra cosa podrá resultar sino lo que entrevió cierta vez un santo varón, en Patmos?

Dos sonrisas, ¿una única mueca para la historia,
en brusca precipitación?